Por: Frank Heyer
“Aw Mama, can this really be the end…” (B. Dylan)
Abril es uno de los meses de menor precipitación en el área de Puebla. Al menos eso dicen las estadísticas.
Un bonito sábado, ya alrededor de las 11 de la mañana, las cúmulos navegaban por el cielo intensamente azul, a una altura muy superior a los tres mil metros, a velocidades rayando en los cincuenta km/h hacia el Norte: un día perfecto para volar, con definitivas posibilidades de aterrizar lejos. En aquellos tiempos yo volaba una ala llamada Sensor, difícil pero una delicia, no muy veloz con mi bajo peso, pero insuperable en el ascenso en termal. Armar me tomó el tiempo acostumbrado, y a las 13:30 despegué casi sin carrera desde la rampa de Chalchihuapan. La ruta planeada era hacia el Norte.
Inmediatamente encontré termales fuertes y consistentes delante de las antenas. Como de costumbre no era una sola termal, sino todo un conjunto, como un manojo de lazos entretejidos. Lo importante es quedar dentro del manojo, ya que todo sube, aunque mezclado con serias turbulencias. Ya cerca de la base de nubes es fácil seleccionar un núcleo fuerte y aislado y seguir derivando con la nube, anticipando el inicio de la desintegración para correr hasta la siguiente sombra prometedora.
Sobre Cholula la base de nubes había subido a más de 3.500 m, con una cobertura de 2/10, y diámetros de nube que no excedían un km (suena difícil estimar éstos datos, pero si se analizan las sombras sobre el suelo, el problema se reduce a escoger parámetros adecuados, por ejemplo la longitud de una cuadra en un pueblo, o el largo de un estadio deportivo). Decidí darle la vuelta a Hylsa, ya que con la abundancia de lift no era necesario ensuciar mi ala y mis pulmones con los vapores de los altos hornos. A media altura el viento tenía una componente ligera del Este, y me dejé llevar rumbo a Cacaxtla y Xicoténcatl. Normalmente los cerros que se coronan con las zonas arqueológicas son una buena fuente de termales, pero éste día las nubes estaban repartidas según los cánones de la teoría, haciendo caso omiso de la orografía, y aprendí muy pronto a sólo seleccionar la sombra de una nube y luego estimar el posible curso de la termal que la alimentaba. Sobraba tiempo para tomar desiciones, la vida de las nubes era de casi media hora, y el viento había bajado a unos veinte km/h.
Al acercarme a la sierra que corre al Norte de Texmelucan y Tlaxcala, ví que la cobertura de nubes iba en aumento, para llegar a 10/10 alrededor de Nanacamilpa. Supuse que me estaba acercando a la zona de convergencia típica de esta franja, especialmente cuando el viento cesó por completo. Con la idea de cruzar el resto de la zona montañosa y aterrizar cerca de Calpulalpan seguí mi rumbo hacia el Norte. Mi vario se percató primero de la situación, pero como no tenía audio, no llegó su mensaje hacia mí: la base de nubes había rebasado los 4.000 m, y volando en línea recta estaba ascendiendo a unos 3 m/s. Traté de descender acelerando a lo que permitiera el ala, pero seguí subiendo. La parte inferior de la nube se había vuelto cóncava, y yo estaba directamente debajo del centro. Cuando debajo de mí desapareció el suelo, regresé a una velocidad normal, y traté de mantener mi ala nivelada, mientras el vario, un diseño mecánico para avioneta, marcaba todo lo que podía: 5 m/s. A partir de ahí dejé de observarlo, y me concentré en el altímetro. El frío se hacía intenso, aún con guantes de motociclista y un casco con visor. Pronto rebasé los 5.000 m, y tuve algunos momentos de pánico al percatarme de la falta de opciones, no tenía otra más que mantener las alas más o menos horizontales, y no gastar mis energías y mi calor. Pensé en utilizar el paracaídas de emergencias, pero me pareció una manera segura de llegar a posiciones de vuelo incontroladas, subiendo de todas formas. De pronto noté la formación de hielo en los guantes, los instrumentos y la tornillería del trapecio. Era hielo opaco, casi negro, muy desagradable. Sin tener acciones positivas a mi alcance, traté de estimar si me desmayaría antes de congelarme. A los 6.000 m, que alcancé en pocos minutos, me impuse severamente un límite: a los 7.500 m iba a tomar medidas drásticas de emergencia (no tenía idea de cuales serían, hoy tampoco lo sé). Como la masa de aire con la que subía no era una termal aislada, sino toda una zona extendida, no sentía turbulencias, y no fue difícil mantener nivelado mi Sensor (la única forma de detectarlo es a través de las consecuencias, se siente la aceleración provocada por fuertes banqueos).
Antes de llegar a mi arbitrario e inútil límite, de golpe vi luz. La niebla tomó matices fosforescentes, y luego vi delante de mí franjas de cielo, casi negro. Tenía en ese momento un poco más de 6.300 m. Desde luego estaba hipóxico, hipotérmico y totalmente desorientado. Eso explica mi reacción: seguí volando en círculos, girando lentamente y subiendo a la vez. Junto a mí se elevaba la masa enorme de la nube, imposible de estimar su altura, iluminada por el sol de la tarde, y debajo se extendía un panorama de montañas y valles escarbados en blanco y gris en la capa de niebla. Cuando ví que la sombra de mi ala sobre la pared de nubes a mi lado se rodeó de un perfecto arcoiris circular, empecé a usar mi cerebro congelado nuevamente. El altímetro rayaba en los 7.000 m, y con el sol atrás a mi izquierda comencé un vuelo recto hacia el Norte (al fin y al cabo era yo piloto de cross, o no?). Los siguientes veinte o treinta km pasaron en forma extraña, volando encima de nubes que cada vez dejaban ver más del suelo. Todo parecía muy distante, y no me interesaba mucho. El cielo mantenía su color casi negro, las nubes lastimaban la vista con sus reflejos de la luz del resplandeciente sol. El vario marcaba un descenso constante de 1.5 m/s, el aire estaba completamente tranquilo, y yo estaba en paz, conmigo y con el mundo. Cuando por fin descendí entre las ahora escasas nubes, el panorama cambió. A la luz de la tarde era difícil ubicarme, y aún tenía unos 2.000 m sobre el suelo. Simplemente seguí la única carretera que ví, hasta que finalmente, ya bastante bajo, reconocí la entrada de Ciudad Sahagún. Aterricé sin problemas, desarmé mi preciosa ala, y la dejé encargada en un rancho junto a la carretera, siempre envuelto en mi propia niebla de irrealidad, que me impedía tomar como real al mundo exterior. En el camión que me llevó hasta Calpulalpan, y los siguientes tres camiones que me llevaron a casa, inició el frío. Tuve frío mientras recogí con el coche mi ala, tuve frío toda la noche y todo el día siguiente. Pero fui al despegue, para presumir mis aventuras y dar gracias que mi suerte sea tan grande como mi estupidez, al menos por ésta vez.
Frank Heyer
Chipilo, 20.10.2007
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