viernes, 4 de febrero de 2011

In memorian

Por: Frank Heyer
Una de las mejores razones para volar el Peñón allá en Valle de Bravo es el delicioso olor a pino y hierbas que nos acompaña durante la subida al despegue y el tardado proceso de armar mi ala. Eso y la vista hacia el valle son las recompensas que esperan a los intrépidos pilotos de la árida Puebla (claro que sí, somos muy valientes: nos atrevimos a cruzar el D.F., con placas de Puebla y un papalote en el toldo!).

Para Fernando y para mí el Peñon ya era un viejo conocido, pero para Charly era terra novis, y decidimos llevarla suave, volando sólo hasta la estamilla postal localizada entre árboles, mástiles de lanchas, rejas y un lago que de repente se ve muy grande, profundo y frío (los pilotos locales se refieren a ella como “aterrizaje”).
Como despegamos temprano, pudimos pasar un largo rato jugando alrededor del peñón, reconociendo nuevamente las sierras que se extienden enfrente. El recorrido hacia Valle era nuevamente un deleite para la vista, con la casi obligada visita al cerro que se encuentra a medio camino para recuperar algo de altura. No recuerdo algún vuelo en ésta direccion en el que haya encontrado termales que merezcan su nombre antes del cerro, pero tampoco son muy necesarias. Aunque ya era primavera, el frío era intenso, y la visibilidad infinita. Despues de cruzar todo el lago hasta la cortina, siempre marcado con las efímeras estelas entrecruzadas de las erráticas lanchas, y regresar a jugar un poco enfrente del despegue, entré al aterrizaje con un slip muy rápido, con la punta del ala a unas dos cuartas del agua, y quizá cien metros afuera. La inercia de mi fantástica ala me hizo comer todavía casi todo el aterrizaje. Luego me comentaron que las apuestas si lograba aterrizar seco y sin estampadas estaban definitivamente en contra mía…

El día siguiente decidimos seguir la ruta hacia Toluca, para hacer las cosas más fáciles para el chofer. Nuevamente despegamos temprano, con un fuerte viento y abundantes termales. No nos detuvimos mucho tiempo en el valle y adelante sobre la sierra, las termales eran más fuertes cada vez, y la base de nubes alta y bien definida, invitándonos a alcanzarla. Fernando se fue primero, como volaba su parapente las turbulencias cerca del cerro ya no le agradaban. Yo lo seguí media hora despues, cómodamente envuelto en una enorme pero pacífica termal.

Sin tratar de llegar hasta la base de nubes, que ya superaba los cuatro mil metros, fui brincando de una termal a otra, manteniéndome en forma conservadora cerca de la carretera. Éste día no se requería de grandes talentos para buscar las termales, más bien tropezaba con ellas, era un tiempo para soñar con esas hermosas lomas cubiertas de denso bosque, haciendo su bordado fino alrededor de los pastizales, todo iluminado por el fuerte sol, que sólo permite brillante luz y el abismo de las sombras, sin la suavidad de los tonos medios. De pronto, ya casi por llegar al entronque de la carretera hacia Temascaltepec, descubrí a la vela amarilla de Fer más de mil metros debajo de mí, aparentemente tratando de salir de una larga y profunda cañada, muy cerca de los árboles. Mi teléfono estaba bien guardado sobre mi espalda, apagado e inaccecible. Con su inimitable estilo, Fer seguía aprovechando cualquier airecito, y en lo que yo me alejaba, ya enfilándome hacia las rocas a cuyos piés serpentéa la carretera, le daba muy buenas chances de llegar a un camino transitable en coche, y nuestro chofer seguramente ya estaría muy cerca.

Llegué bajo a las rocas, en parte por el frío, pero tambien porque me gusta mucho volar a la altura de los pinos en ésta zona. El viento de sur ya era bastante fuerte, pero las termales seguían grandes y constantes, y subí de roca en roca, como las hubiera usado un gigante escalando, a veces sólo unos cuantos metros junto a la piedra, sin tener que preocuparme por turbulencias. Como siempre que he pasado por aquí, una vez que se alcanza la altura del valle detrás del parteaguas de la sierra, las termales recobran ánimo y aceleran su paso. En cifras, eso es algo como 6 m/s, comparado con los 3 m/s en promedio cerca del Peñón, y en el valle de Toluca. Encima de mí había una muy ancha franja de nubes, pero poco profunda, que corría a lo largo de la sierra. En Puebla o Calpulalpan la hubiera considerado una zona de convergencia, pero hacia Toluca el viento seguía de sur. Supongo que la orografía obliga a la masa de aire, empujada por el viento (mejor dicho: chupada por la zona de baja presión encima del altiplano), a formar una especie de ola estacionaria, algo que conozco bajando los rápidos, y en lugar de llevar una corona de espuma, el aire ascendente suelta su energía y humedad en forma de nubecitas.

La teoría no era muy importante en esos momentos, a la derecha tenía yo al Nevado de Toluca, ya casi mil metros debajo de mí, y sin hacerle caso al tremendo frío ya muy encima de los 5000 metros, me desvié hacia el volcán. Recorrí lo que yo estimo en veinte km casi sin giro, siempre debajo de las nubes, que constantemente cambiaban de color, de rosa a violeta, pasando por un transparente gris verdoso, como las aguas del Caribe, y sin perder más que unos doscientos metros de altura. En mi imaginación prolongué las faldas del volcán hacia arriba, y coloqué encima un cráter como el del Citlaltépetl: es posible que el Nevado haya sido alguna vez el volcán más alto de México, antes de perder la parte superior de su cono en una erupción comparable a la del Mount Hélena. Una vez que tenía el lago del cráter debajo, como una placa de acero negro amartillada, no supe qué hacer con tanta altura, y ya un poco tonto por la falta de oxígeno y la hipotermia (con todo y bufandas, chamarra muy gruesa y guantes forrados) regresé por el mismo camino, ahora con el sol casi de frente y las nubes más ténues, hasta volver a la carretera, y luego la seguí hasta la entrada de Toluca, termaleando nomás para no dejarlas pasar. Hasta aquí habíamos puesto nuestro límite de vuelo para hoy. Aterrizé sin problemas casi junto a la carretera, el viento seguía fuerte, pero ya un poco más del este.

Antes de poder iniciar el desarmado, sonó el teléfono: era Fer, quejándose de que había yo volado un escaso kilómetro más lejos que él! Se había recuperado de un casi seguro aterrizaje, y todavía tuvo suficiente amor por el arte (y mucha terquedad!) como para cumplir el vuelo planeado. Apenas tuve tiempo de llevar mi ala plegada y el arnés hasta la orilla de la carretera, cuando llegó la camioneta, llena de caras contentas. No me dejaron manejar de regreso, fui convencido con buenos argumentos y un poco de fuerza de sentarme atrás y callarme el pico, mientras Charly nos condujo sin percances nuevamente por el temido D. F.

Frank Heyer

Chipilo, 07.10.2007

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que bonito escribia mi Frank por eso era y sera siempre mi heroe
Gracias Angy por compartir sus escritos Espero con ilusion las siguientes semanas para leer los demas articulos

Almita