viernes, 4 de febrero de 2011

El difícil camino del vuelo libre

Por: Alfonso de la Peña

Recuerdo la primera vez que me entró el deseo de volar, y no me refiero al deseo ése que tenemos todos de niños de ser pilotos, me refiero a ese gusanito que se nos mete a algunos en la cabeza y nos empieza a comer todo el cerebro hasta que no podemos ya pensar en otra cosa que no sea estar ahí arriba. Ese día no sé qué fue lo que me hizo ir a un hotel abandonado en lo alto de una pequeña montaña en las afueras de la ciudad, no lo sé, siempre me gustó la sensación de estar en alto, de ver el mundo desde la mayor altura posible. Estando ahí parado pensé que lo máximo en el mundo sería tener súper poderes y bajar hasta el piso en una especie de planeo controlado, por supuesto que después de un tercio de segundo, te das cuenta de que hacer eso es imposible; en ese momento como que me llega un “flashazo” y recuerdo que existe en el mundo una forma de volar con unas alas en la espalda, no estaba seguro de cómo se llamaba el aparato, pero a partir de ese momento mi vida cambió, soñaba de día y de noche con volar, no podía evitarlo, una y otra vez tenía la sensación de flotar en el aire.

Un primo hermano que vivía con nosotros aquí en Campeche se tenía que ir a México a ver unos asuntos personales, así que aproveché y le encomendé una dura tarea:
–averigua dónde venden un ala delta, compra una con estos cinco mil pesos, toma un curso intensivo de un día, vienes y me enseñas a volar–

No era tan difícil la asignación ¿no? Bueno, yo no sabía que hacer todo eso normalmente lleva un mes o algo así, pero ni a trancazos un día. Averiguando llega mi primo Luisito a Valle de Bravo, en una de las calles ve un letrero que decía: “Clases de Vuelo” se estaciona, toca la puerta y sale (el famoso) Brian Velásquez, le da una clase de un día, le vende un ala delta, la amarra mi primo en el techo del coche y se regresa a Campeche con el aparato ese de seis metros sobre su Tsuru II Recuerdo perfectamente cuando a media noche me tocan en la ventana del cuarto, era mi primo gritando –ábreme, aquí está el papalote– como un resorte me paré de la cama y fui a ver y a tocar por primera vez mi primer artefacto volador. Se me hacía increíble que algo que hubiera surcado los aires estuviera ahí junto a mí…

Traía Luisito un manual de vuelo, dos horas de clase y párale de contar, así que nos dimos a la tarea de encontrar un cerrito para que fuera nuestra escuela de vuelo. Todo esto en completo secreto porque mis papás no podían saber nada, así que a ciertas horas del día nos íbamos con nuestras hachas, machetes y una moto-sierra miniatura a limpiar un cerro para usarlo de escuelita. Después de un mes de trabajo pudimos hacer nuestro primer vuelo, bueno, si es que se le puede llamar vuelo a eso, pero así empezamos, brinco, error, comentario, brinco, error, comentario. Recuerdo que de repente nos dimos cuenta de que el ala nos hacía más caso si la hacíamos ir más rápido, y así fuimos descubriendo cosas todos los días hasta que realmente empezamos a volar como medio minuto en cada oportunidad. Un día nos fuimos a una playa a tratar de seguir haciendo escuela en un nuevo sitio; después de algunos intentos, nos dimos cuenta de que no había suficiente declive para planear, así que dejamos el ala en la arena y nosotros nos fuimos a buscar una sombrita para tomar un descanso. De pronto llega una ráfaga de viento y nuestro querido Hang Glider se da una vuelta en el aire y al caer se le rompe una pieza, exactamente la que unía un down-bar con el control-bar. En nuestro manual de vuelo aparecía la dirección y teléfonos en Estados Unidos de “Airwave” que era la marca del ala que teníamos, hablé por teléfono y me dijeron que podíamos contactar en México con Miguel Gutiérrez que era su distribuidor en el país. Le hablé entonces a Miguel, le pregunté que si nos podía conseguir la pieza y que si podía venir a darnos un curso de vuelo a Campeche, me dijo que sí y como quince días después llegó por aquí. Voló en un despegue improvisado en la ciudad y nos dejó de tarea preparar otro despegue en una playa cercana de nombre San Lorenzo. Campeche es un lugar adecuado para hacer vuelo de ladera. Como mes y medio después, porque se fue al Mundial de Owens Valley donde quedó en sexto lugar después de ir en cuarto casi toda la competencia, apareció Miguel de nuevo con un ala tandem, me dio dos vuelos a mí, uno a mi primo, nos echó la bendición y se regresó a Valle de Bravo. A partir de ese fin de semana volamos no sé cuántas semanas de cuántos años, por supuesto ya mis papás se habían enterado de lo del vuelo, pero ya no podían hacer nada, ya estaba “hecho el daño”. Volábamos con buen tiempo, con tiempo regular y con mal tiempo, con poca brisa, con fuerte brisa y con ventarrones, con viento de frente de lado y muy de lado…
Durante este tiempo volé aviones de control remoto, le puse un pequeño trike a mi ala delta, compré un ultraligero, entre otros juguetes voladores…

Hasta este momento todo era aventura y viento laminar, pero pasa el tiempo, llega el matrimonio, llegan los hijos, empiezas a pensar menos en ti y más en tu familia, cada día tienes menos tiempo para volar, cada día tienes menos dinero para invertirle a tu hobby, cada vez piensas más en lo que le hace falta a los niños, a la casa… de pronto sale alguien que está interesado en tus equipos y los vas vendiendo pensando en que a fin de año te vas a comprar otros más nuevos y modernos y cuando te das cuenta ya pasó todo un año y no tienes nada que vuele, pasan dos años y sigues en tierra, pero antes de comprarte un equipo nuevo tienes que primero llevar a los niños al viaje ése que has planeado por varios meses, tienes que terminar de hacer las reparaciones pendientes en la casa, tienes que estar al día con las colegiaturas, hay que pagar los disfraces del festival de fin de año, hay que pagar, pagar, pagar… te das cuenta de que tienes que aumentar tus ingresos si quieres tener dinero para estar tranquilo con los gastos de la casa y ya que todo eso esté en orden poder pensar en comprarte un ala delta o algún otro juguete volador. Inviertes lo que tienes o lo que te queda en algún negocio y sigue pasando el tiempo y tú sigues en tierra, finalmente después de varios meses o años de pronto se empieza a ver la luz al final del túnel. Tu negocio empieza a funcionar o te cae un dinero de algún otro lado, nunca has dejado de soñar con volar y de repente te haces nuevamente de un ala, de un arnés y un buen día puedes regresar a ese lugar que es tan maravilloso y que sólo está reservado para unos cuantos aventureros, para unos cuantos enamorados de estar ahí arriba, para unos cuantos que nacimos para ver la tierra en el palco de honor de los dioses, desde el cielo.

Escribo esto porque no me había dado cuenta de que esta historia se repite una y otra vez, hace unos días platicando con un amigo que está muy metido en esto del vuelo libre me comentaba con agrado que algunos de los que se habían retirado del deporte están regresando, muchos de ellos se alejaron por las mismas causas que yo, y en este caso yo estoy regresando por las mismas razones que todos ellos, porque no podemos estar eternamente en tierra, necesitamos sentir que flotamos en el espacio, necesitamos ver el mundo desde las alturas, necesitamos estar ahí arriba.

Recuerdo en la película Azul Profundo (The Big Blue / Le Grand Bleu) cuando Enzo está a punto de morir y le pide a Jack que lo lleve al fondo del mar –le dice– –por favor llévame a lo profundo, se está mejor ahí abajo– Creo que así sentimos todos los que somos apasionados del vuelo, queremos estar en el cielo porque “se está mejor ahí arriba”


Saludos desde Campeche
Alfonso

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